Variedades

La batalla de Versailles: el encuentro de los imperios que dominan al mundo de la moda

Diseñada como una glamorosa gala benéfica, la noche del 28 de noviembre de 1973 quedó estampada en la historia de la moda por un capítulo hasta hace poco olvidado ahora conocido como The Battle Of Versailles: un enfrentamiento en el que un grupo de cinco diseñadores americanos venció a su contraparte francesa en su propio terreno.

Armados con sus más primorosas creaciones, estrategias de talante escénico y un batallón de modelos, cantantes y bailarines, Hubert de Givenchy, Yves Saint Laurent, Marc Bohan comandando Christian Dior, Emanuel Ungaro y Pierre Cardin acordaron un encuentro amistoso en el Théâtre Gabriel del Chateau Versailles con Halston, Oscar de la Renta, Bill Blass, Anne Klein y Stephen Burrows.

Hay que recordar que hace unos 50 años, París era la irrefutable -única, si se quiere- capital de la moda y muchos creadores del mundo se limitaban a copiar a les grands couturiers, incluso sistemáticamente; así, el bando francés no estaba muy preocupado por las posibles comparaciones con su colegas del nuevo mundo. T´inquiète!, dirían entre ellos. Al final, la intención era recolectar la mayor cantidad de dinero para el Palacio de Versailles, que en ese momento era un semi restaurado castillo más notable por sus goteras, ratas y fantasmas que por el histórico esplendor que hoy ya se le ha devuelto.

Así, arrancaron la velada con una seguidilla de presentaciones que evocaba las centenarias tradiciones de la haute couture: muy elaboradas, destellantes, cuajadas de detalles. Un espectáculo que haría que la mismísima Marie Antoinette se aferrara a su collar de diamantes viendo piruetas de Rudolf Nureyev, bailarinas de Le Crazy Horse, un cohete espacial, y la mismísima Josephine Baker cantando J’ai deux amours enfundada en una malla transparente bordada en pedrería y más, muchos más elementos que se perdieron en una letanía de números y decorados inconexos que duró demasiado tiempo. 

Bonjour, Paris!

Cuando tocó el turno de la misión estadounidense, casi tres horas después, la corte versallesca estaba abrumada. Desde la baronesa Marie-Hélène de Rothschild, anfitriona del evento, hasta la princesa Grace de Mónaco, pasando por Andy Warhol y Walis, duquesa de Windsor, todos estaban listos para un trago -o dos- de Bollinger 1969, retocarse el chignon y largarse a cenar… ¡pero todavía faltaba la mitad del show!

Tan pronto el escenario se despojó de toda la parafernalia y se escucharon las primeras letras de Bonjour, Paris!, en la enérgica voz de la recién oscarizada Liza Minelli, quedaba claro que lo que venía era totalmente diferente. Con una escenografía de lo más sencilla, juego de iluminación y una pista pregrabada de música pop con el volúmen a todo a dar, cada uno de los diseñadores fue mejor que el otro.

No sin que cada uno de los egos imperiales se crispara durante el montaje, por falta de absoluto protagonismo, el grupo estuvo integrado por: un latino formado en la alta costura francesa que le dio forma a la nueva elegancia a la americana: Oscar de la Renta; el divo de la sensualidad chic: Halston; un afroamericano jovencito que reflejaba el vibrante, colorido y un poco psicodélico estilo de la liberación sexual: Stephen Burrows; el Gran Gatsby de la moda, el ya establecido Bill Blass y, finalmente, la única fémina de todo el grupo, enfocada en hacer ropa para la mujer trabajadora, que tuvo que convencer a los otros diseñadores (galos) para que la tuvieran por suficientemente digna para presentarse junto a ellos: Anne Klein

El triunfo de las afroamericanas

Sin duda, los americanos sirvieron de colirio ante la extenuada mirada de la audiencia. Una bocanada de aire fresco. Pero varios coinciden en que las verdaderas protagonistas de noche fueron las modelos, 10 de ellas negras en un momento que no les permitía protagonismo y mucho menos expresar individualidad, como sí lo hicieron en The Battle of Versailles.

Todavía se recuerda cómo Pat Cleveland generó tensión al girar todas las veces que pudo hasta convertir un maxi dress en un torbellino de colores que mantuvo a los presentes al borde de sus asientos, mientras Billie Blair los hipnotizaba al mover un foulard bajo un foco mientras dirigía a las otras modelos a lo flautista de Hamelin, en una fila que serpenteaba en masas de seda en tonos vibrantes, para cerrar todas en una seguidilla de poses que hoy se consideran voguing. Todo se apreció por su carácter nuevo, deslumbrante y lleno de vida.

Aplausos, bravos y programas lanzados al aire dejaron claro la preferencia del público. El comentario general le atribuyó un triunfo inesperado al equipo visitante, un episodio en el que la sobreentendida disparidad que favorecía a la moda parisina sobre la neoyorkina aplanó el terreno y reforzó las bases de la americana en la escena internacional, no necesariamente por considerarlos mejor, sino por demostrar una personalidad propia que amplió el panorama, el lenguaje y los alcances de la moda.